martes, 24 de febrero de 2015

La autoestima de un conseguidor



La Vanguardia. Política. Miércoles, 25 de febrero de 2015



La lógica de una vida no es pensable nunca si no se tiene al menos la perspectiva de tres generaciones. Abuelos, padres e hijos se enlazan así y esa clave generacional nos permite entender algunas razones y algunos actos.

El caso Pujol puso de entrada esta clave en juego al situar la herencia de Florenci Pujol y los negocios de sus nietos. En el medio estaba la duda sobre lo que el padre sabía o permitía. La comparecencia parlamentaria de Jordi Pujol Ferrusola evocó el estilo del abuelo, hombre caracterizado por su habilidad para los negocios, con otro estilo que el padre. Un conseguidor, alguien atrevido y un poco por delante de sus coetáneos.

JPF muestra sin duda un rasgo identificatorio a este abuelo, con el que tuvo una relación especial. Exhibe con una enunciación fuerte sus habilidades y sin vacilar muestra la seguridad del que está convencido de saber más que aquellos que lo interrogan. Por eso da detalles y muchos datos allá donde los otros aportan más valoraciones y juicios que pruebas.

JPF es el que tiene y sabe, el personaje “espabilado”, dinamizador que se anticipa sorprendiendo así a sus interlocutores. Donde esperan su renuncia él ofrece el cd de la charla de su ex amante con la diputada Alicia Sánchez Camacho como prueba de que domina la situación. No duda tampoco en desafiar al líder, que había declarado anteriormente no tener una relación de amistad íntima con JPF, afirmando que Mas es "muy amigo" suyo.

“Dicen, dicen, dicen….” letanía del padre que insiste en esta asimetría entre los que están convencidos de poseer la verdad y aquellos que, en su ignorancia, quedan relegados a un segundo plano. La lección sobre los coches muestra esa seguridad en su saber hacer, que se puede leer como arrogancia o socarronería pero que denota también el talante de alguien que atribuye a su talento –y evidentemente con una posición familiar privilegiada- sus capacidades como conseguidor. 

"Me gustan los coches viejos y sé comprar coches viejos", signo claro de esa autoestima elevada del que sabe que, como el abuelo en su época, va un paso por delante de los demás.

martes, 17 de febrero de 2015

La Vanguardia. Entrevista sobre el TDAH



La Vanguardia. Lunes, 16 de febrero de 2015.

 "No hay evidencia de que la ausencia de medicación provoque fracaso escolar", explica el psicoanalista clínico José R. Ubieto

Susana Quadrado.

TDAH. ¿A qué alude ese acrónimo? Uno, a la falta de atención. O dos, a la hiperactividad y la impulsividad. O tres, a una combinación de las anteriores. Se estima que el 6% de la población infantil padece este trastorno. El TDAH es una alteración real. Pero para algunos ámbitos del psicoanálisis es sólo una etiqueta diagnóstica sin evidencias neurobiológicas ni genéticas. El psicoanalista clínico José Ramón Ubieto aporta su interpretación y experiencia en su libro TDAH, hablar con el cuerpo (editorial UOC).

¿Qué es el TDAH?

Es el nombre prét-a-porter con el que hoy designamos el malestar en la infancia en sus diferentes formas: inquietud, problemas de conducta, dificultades de aprendizaje. En sentido más estricto se refiere a un diagnóstico psiquiátrico aplicable desde niños a adultos con síntomas de hiperactividad o falta de atención.

¿Cómo se diagnostica?

El diagnóstico debería hacerse por especialistas clínicos en un contexto de entrevistas personalizadas y con ayuda, cuando sea preciso, de otros instrumentos diagnósticos. En la práctica, profesionales del ámbito educativo o de la salud (no especialistas), e incluso los mismos padres, a veces “cuelgan” esa etiqueta para nombrar algo que los perturba y que no saben bien cómo comprender. El abordaje clínico debe priorizar la escucha de ese malestar y a partir de allí pensar las ofertas posibles: tratamiento psicológico, farmacológico, educativo.

Un niño es desatento, se muestra inquieto, rinde poco en clase. ¿Qué pueden hacer los padres?

Primero hablar con su tutor y los profesionales de la escuela para buscar juntos estrategias que mejoren ese rendimiento. Pensar también en el trabajo en casa, en cómo acompañarlo en sus deberes y en sus dificultades vitales, cómo estar al lado tomando en cuenta lo que a él le puede inquietar, que no siempre coincide con lo que nos inquieta a los padres o a los docentes. Cuando todo eso no funciona es el momento de consultar a un clínico, pero primero la educación.

¿Cómo es un niño con TDAH?

Es alguien que muestra una inquietud. Algo hace que no pare de moverse, que lo despista y le complica la existencia y el vínculo educativo. Pero al mismo tiempo, y esto ya no es tan evidente, es alguien fijado a un punto, a un cierto impasse que le hace sufrir. Fijado a algo que no ha podido resolver de su relación familiar, de su relación con los compañeros o de la relación consigo mismo. De allí la paradoja de niños incapaces de concentrarse en una tarea escolar y, sin embargo, pendientes todo el tiempo de los cambios de humor de los adultos, del tono de su voz o de un videojuego.

El psicoanálisis niega que el TDAH tenga una base genética o neurobiológica en contra de criterios científicos.

No es una afirmación del psicoanálisis, sino una constatación que la propia “Guía de práctica clínica sobre el TDAH en niños y adolescentes” del Ministerio de Sanidad. Es una evidencia que a día de hoy no hay marcadores biológicos o genéticos que permitan determinar la existencia del TDAH.

No todos los que padecen el trastorno llegan a las consultas y, al mismo tiempo, hay un hiperdiagnóstico en chicos con problemas de aprendizaje y conducta. ¿Hay mucho diagnóstico erróneo?

La citada guía del Ministerio admite también las dificultades en la detección, el proceso diagnóstico y la metodología que originan amplias variaciones (geográficas y demográficas), lo que conduce a un infradiagnóstico o un sobrediagnóstico del TDAH. Pediatras americanos admitían en un relevante reportaje publicado en The New York Times que lo diagnostican empujados por la demanda de los padres y por las abultadas ratios escolares, más que por criterios clínicos. En nuestro país empezamos a constatar este mismo efecto, lo que aumentará sin duda la prevalencia del cuadro.

¿Cuándo hay que medicar?

La medicación habitual son psicoestimulantes que funcionan como las anfetaminas. Mejoran el rendimiento a corto plazo pero también generan efectos secundarios que hay que considerar. No hay ninguna evidencia probada de que la ausencia de medicación comporte fracaso escolar.

Los detractores de los tratamientos con medicación suelen culpabilizar a los padres por buscar una “solución rápida”.

Los padres buscan explicaciones y soluciones para problemas que a veces los desbordan. Se guían por consejos de otros padres o por indicaciones profesionales buscando la mejor fórmula para sus hijos. La cuestión es que encuentren orientaciones que tomen en cuenta la subjetividad, la suya y la de sus hijos, y que no se limiten a contabilizar conductas y aplicar fórmulas universales que prometen curas imposibles.

Subjetividad. Hablar con el cuerpo. ¿A qué se refiere?

Cada niño o niña hiperactivos tiene sus propias razones para moverse o no prestar atención. Esos motivos, que él desconoce, hablan a través de su cuerpo, en esa inquietud que lo atraviesa. Son palabras apresadas que sin embargo contienen un mensaje cifrado que se dirige a los adultos cercanos (padres, profesores, clínicos). Escuchar ese malestar singular a cada uno es la tarea que nos hará comprender la función que cumple esa hiperactividad y cómo entonces tomar distancia de ese movimiento incesante.

En la actualidad se está extendiendo el diagnóstico de TDAH a los adultos, ¿qué opina?

En los adultos se trata básicamente de la desatención como síntoma principal. No deja de ser curiosa la proliferación de este diagnóstico en un mundo dominado por el zapping, los hipervínculos, los tuits de 140 caracteres y una cierta desresponsabilización sobre nuestros asuntos. Hoy cualquiera puede sentirse víctima de algo. Nombrar esa actitud como un trastorno puede aliviarnos de responder de nuestros actos. Es una falsa salida.

La Lomce hace mención expresa al TDAH pero no a los trastornos del espectro autista.

Las iniciativas legislativas siempre son el resultado de la confluencia de intereses legítimos de lobbies diversos (afectados, industria, profesionales). En este caso la compañía farmacéutica Shire (principal productor de medicamentos para el TDAH) financió el “Libro Blanco europeo sobre el TD (TDAH: Haciendo visible lo invisible)” donde se perfilan estrategias que luego son aplicadas por los gobiernos europeos. En España eso ha influido decisivamente en su inclusión en la Lomce asegurando así algunos beneficios para los diagnosticados de TDAH (descuentos en materiales, más tiempo para los exámenes). Estas medidas tienen luego sus efectos, como ya sucedió en Quebec (Canadá) donde tras un acuerdo similar el número de diagnósticos se multiplico exponencialmente. En relación al autismo sabemos que el tratamiento farmacológico ofrece pobres resultados y quizás sea un factor a considerar para entender un menor interés de algunos de estos lobbies.

Explíquenos esta frase de su libro: “Es curioso que en Estados Unidos se medique al 14% de los niños cuando el trastorno afecta sólo al 6%. Y que un alto porcentaje sean negros, chicanos o hispanos”.

Pensar el TDAH al margen de las condiciones sociales, familiares y educativas es una ingenuidad. El profesor Alan Sroufe de la Universidad de Minnesota dirigió un estudio desde 1975, en el que siguieron a 200 niños que nacieron en la pobreza y constataron cómo el ambiente del niño predice el desarrollo de problemas de TDAH. En marcado contraste, la medición de anomalías neurológicas al nacer, del C.I., y del temperamento infantil no predicen un TDAH.

Usted habla de la existencia de un “marketing de medicamentos” según el cual el TDAH no medicado implica riesgos relevantes: fracaso escolar, conflictividad social, drogodependencia.

El estudio más serio hecho hasta el momento es el Estudio de Tratamiento Multimodal de Niños con TDAH (MTA) realizado por el NIMH (National Institute of Mental Health) la agencia de investigación biomédica y del comportamiento más importante de los EE.UU.. Fue diseñado para probar si los niños diagnosticados con TDAH tienen mejores resultados cuando son tratados con medicamentos u otros abordajes. Tras el análisis inicial de 14 meses donde se comprobó la mejora con medicamentos se constató a medio y largo plazo que ya no había diferencias en el comportamiento entre niños que fueron medicados y los que no lo eran. Pero los datos sí que mostraron que los niños que tomaron los medicamentos durante 36 meses sufrieron una una pérdida de peso y un descenso del crecimiento. No hay ninguna evidencia probada de que la ausencia de medicación comporte fracaso escolar o drogodependencias. Lo que sí hay verificado es que los adolescentes que toman psicoestimulantes durante largos periodos tienden a tomar anfetaminas posteriormente ya que se trata de un mismo principio activo.

jueves, 12 de febrero de 2015

Estrategias para cuidar (se)



La Vanguardia. Viernes, 13 de febrero de 2015



Cuidar al otro es uno de los vínculos más primarios entre seres humanos. Freud ya se refiere a ello en “Psicología de las masas” cuando afirma que en la vida anímica individual, el otro aparece integrado siempre como modelo, auxiliar, adversario o como objeto. El infans es, para sus progenitores, ese objeto de cuidados, necesarios para su subsistencia pero sobre todo para devenir un sujeto capaz de desear y amar.

Ese lazo que se construye alrededor de los cuidados es intenso y no ahorra sentimientos ni emociones y por ello a veces toma formas patológicas. Una consecuencia de los cuidados, cuando estos son persistentes y con cierto grado de incondicionalidad, es el llamado burn-out (quemado). La sensación de que uno no puede más con esa tarea. Esa impotencia se acompaña de sentimientos de culpa por desfallecer pero sobre todo, y estos son más inconscientes, por renunciar al propio deseo, a aquello que a uno le apetecería y que su tarea de cuidador ha dejado de lado.

La crisis ha aumentado las demandas de cuidar y éstas recaen generalmente en las mujeres. Para muchas resulta difícil decir no a un pedido de ayuda cuando se refiere al cuidado de un ser querido (nietos, hijos o padres) porque el rechazo genera siempre el sentimiento de pérdida del amor del otro rechazado. Poder decir no, al menos de vez en cuando, es una manera de limitar ese burn-out sin por ello romper el vínculo. Acotar, en definitiva, lo incondicional, poniendo algunas condiciones (horarios, días,..).

Otra medida puede ser limitar la omnipotencia compartiendo la tarea y pidiendo a otros familiares o amigos apoyo. Reconocer los límites frente a esa tarea no nos vuelve impotentes, más bien nos procura potencia.

Finalmente, entre cuidado y cuidado hay que respirar para no ahogarse. No renunciar al deseo propio es la mejor fórmula para cuidarse y poder así apoyar al otro.


miércoles, 11 de febrero de 2015

El duelo de la juventud







La Vanguardia. Miércoles, 11 de febrero de 2015


El psicoanalista Jacques Lacan nos recordaba que las personas nos hacemos la ilusión de tener un cuerpo y lo adoramos como si fuera la única consistencia, aquello que nos mantiene unidos a nosotros mismos y en ese sentido nos proporciona una identidad.

Es una ilusión mental porque todos sabemos que el cuerpo va por libre y que con frecuencia la buena imagen que  nos gustaría encontrar en el espejo se disuelve en malestares varios (dolores, impedimentos, enfermedades).

Cuando alguien “vive” en gran parte de esa consistencia imaginaria, cuando la mirada del otro sobre su cuerpo anima su vida, se vuelve más vulnerable a las huellas del tiempo en su cuerpo y su rostro.

Les ocurre a muchas actrices que no pueden hacer el duelo de la juventud. Una “solución” entonces es rediseñar sus formas para borrar ese declive aún a costa de desdibujar el rostro. Esa servidumbre se acepta porque la contrapartida es seguir ofreciendo a la mirada del otro y a sí misma algo consistente, una identidad sólida, sin fisuras.

lunes, 9 de febrero de 2015

EL RIESGO DE DECIDIR. LAS ELECCIONES DE LOS PROFESIONALES EN EL TRABAJO EN RED




Publicado en Revista TEMAS DE PSICOANÁLISIS Núm. 9 – Enero 2015

Partamos para abordar este tema del análisis de un concepto clave: el riesgo, articulándolo a nuestras decisiones profesionales. Tenemos así una perspectiva del tema que podría titularse: “la elección del profesional y el riesgo de decidir”.

Las dificultades que nos plantea la toma de decisiones y los riesgos que conlleva a veces toman la forma de una inhibición (decidimos tarde, “mareamos la perdiz”); otras, de un conflicto entre profesionales o servicios y siempre se plantean sobre un fondo de angustia ante el riesgo de esa decisión que nunca es fácil.

Propongo, pues, que sigamos a Freud y concedamos a estas dificultades el estatuto de un síntoma, algo que insiste en nuestro quehacer profesional y que supone una verdad cifrada –mensaje desconocido, velado– y una satisfacción sustitutiva, los dos rasgos que Freud atribuye al síntoma.

¿Qué velaría, pues, este síntoma que se presenta como un conflicto? Podemos ya anticiparlo: vela lo real que está en juego cuando se trata de la infancia en riesgo, la violencia familiar, la locura o las adicciones. Vela un goce que a veces aparece como exceso (abusos, maltratos, consumos) y otras como defecto (negligencia, abandono...). Enfrentar a ese real sabemos que no es fácil, porque lo real es siempre sin sentido, no obedece a una lógica ni a una razón comprensible y menos al sentido común. Y además es aquello que vuelve siempre al mismo lugar, que insiste en la repetición (generacional) como cronicidad.

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miércoles, 28 de enero de 2015

Psicoanálisis de la crisis






La Vanguardia. 28 de Enero de 2015.
Dossier Cultura(s)




José Ramón Ubieto. Psicoanalista

La crisis no ha generado patologías psíquicas nuevas pero ha exacerbado algunos síntomas que marcaban ya el momento de cambio en el que vivimos. La era del individualismo es nuestra época, donde las viejas identificaciones sólidas han entrado en crisis (“no nos representan”) y otras afirman su pétrea firmeza vinculadas a creencias religiosas fundamentalistas.
Junto a ellas la crisis propone otras identidades más inestables, algunas en construcción y otras vinculadas a la satisfacción que nos produce el consumo de innumerables objetos a los que nos aferramos hasta convertirlos en nuestra adicción particular: compras, comida, drogas, sexo, gadgets.
La crisis confronta a cada uno con la angustia de la incertidumbre y con las pérdidas reales: casa, trabajo, rol familiar. Su brutalidad – velada por los eufemismos del nuevo lenguaje- deja a muchos a la intemperie, con sus vidas en crisis. En este dossier analizamos algunas de estas incidencias subjetivas: el desamparo del desahucio, el declive de la masculinidad, la soledad femenina.

Sujetos desahuciados
Una de las primeras consecuencias de la crisis fue el aumento espectacular de ejecuciones hipotecarias sumado a los desahucios por impagos de alquileres. Hoy disponemos ya de numerosos testimonios de personas afectadas. Calibrar que supone para cada uno, desde el punto de vista psíquico, la pérdida de su casa exige saber primero qué valor le da, siempre particular y que va mucho más allá de un bien material.
La primera función de la casa, en términos de realidad psíquica, es la de protección personal, elemento de subsistencia ante las amenazas externas en todas las civilizaciones. Frente al desamparo de los primeros humanos, las cuevas habitadas cumplían con esa función de refugio y hoy lo hacen las actuales urbanizaciones, algunas dotadas con sofisticados sistemas de seguridad. El hogar protege al hombre del exterior, percibido como hostil.
A estas razones objetivas obvias, ligadas a la supervivencia, podemos añadir también las vivencias subjetivas, el cómo cada uno percibe ese refugio. Freud hablaba del desamparo (hilflosigkeit) como afecto primario del lactante, quien al nacer prematuro requiere sí o sí de la intervención del otro que lo acoge y protege. Esa capacidad de contención primaria confiere un valor muy significativo a la familia que sigue siendo el último refugio y más en un momento de crisis de las instituciones básicas como el actual. “Hogar, dulce hogar” es una manera coloquial de referirse a esa función de protección y perderla es quedar desamparado, a cielo abierto, sentirse como sujetos a la intemperie.
Domingo, padre de 40 años emigrado hace 12, reagrupó a su familia en 2008 urgido por las condiciones de extrema vulnerabilidad en la que vivían en su país (precariedad económica, maltratos intrafamiliares). Ahora se ha visto obligado a entregar su casa por no poder hacer frente a la hipoteca. Su preocupación la expresa con una pregunta que se formula a sí mismo y que contiene una denuncia y al tiempo un autoreproche: ¿cómo voy yo a protegerles ahora si ni siquiera tenemos un techo?
Él experimenta una sensación mixta de rabia e impotencia por esa imposibilidad. En el relato de su biografía personal hay momentos difíciles en los que se vio obligado a errar de un lugar a otro, sin poder asentarse y corriendo riesgos para su propia vida. Cuando llegó a España se hizo la promesa de conseguir una casa y para ello trabajó a destajo. Su mayor orgullo, cuando recibió a la familia y la llevó del aeropuerto a la casa, fue mostrarles ese piso que él mismo calificaba como “mi lugar seguro”.
Una segunda significación de la pérdida viene dada por el hecho de que la casa proporciona un sentimiento de identidad y de pertenencia social. La casa es el domus del clan, la referencia simbólica de las generaciones y del linaje. Todavía es común en medios rurales identificar a alguien por su casa de pertenencia, más allá de su nombre o apellidos. La pregunta: “¿de qué casa eres?” es una pregunta sobre los orígenes del sujeto. Esta casa, cuando es el espacio físico compartido por diversas generaciones (abuelos, padres, hijos,..), es historia compartida, reflejada en multitud de objetos, recuerdos o documentos.
Juan, de 65 años, explica a punto de llorar que ha perdido su casa por avalar a sus hijos y lamenta que “tras 45 años trabajando no haya podido ni mantener lo que mi padre me dejó, la casa familiar”. Para Juan, criado en una familia tradicional donde las generaciones se transmitían unas a otras un pequeño negocio, perder su domicilio y su tienda implica que la deuda simbólica que tiene, con sus padres en este caso, queda sin saldar al no poder transmitirla a los hijos. Esa ruptura en la cadena generacional tiene su incidencia personal en forma de cuadro depresivo importante que cursa con insomnio, inapetencia, sentimiento de culpa y anhedonia.
Finalmente la casa es una proyección del cuerpo y de lo íntimo, aspecto más moderno y menos presente en la antigüedad  donde la intimidad no era un valor puesto que el “yo” no existía como tal. Cuando la casa se convirtió en un espacio privado fue adquiriendo una significación muy ligada a la singularidad.
Manuela, de 66 años, explica muy apenada que lo que más le duele de dejar su casa –ahora que la echan- es la vista que tenía desde el comedor. Veía el colegio donde habían ido sus hijos, y ahora su nieta. Pero más allá de esa vista, esa ventana era un marco desde el que Manuela “construyó” a lo largo de mucho tiempo su realidad y refleja todos los recuerdos y vivencias acumulados. Como ella misma dice “allí se quedará enterrada una parte de mí misma”.
El impacto psicológico de la pérdida de la casa comporta un sentimiento de desamparo, de indefensión y una angustia por el futuro que a veces puede provocar actos extremos como el suicidio o cuadros psicopatológicos graves. Un desahucio despierta además en el sujeto un afecto de rabia y un sentimiento de injusticia que nos confronta con el ejercicio de una violencia, legal pero inhumana.
Miguel, transportista en paro desde el inicio de la crisis, separado y con un hijo de 15 años a cargo, lo expresa de manera clara cuando, tras una tentativa de suicidio, nos cuenta su sensación de parecer un inútil, alguien que no ha hecho nada bien, incapaz de encontrar trabajo y dar un buen ejemplo a su hijo. La pérdida inminente de la casa ha reavivado para él otras pérdidas anteriores, algunas escasamente elaboradas como fue la muerte de su padre hace unos años, coincidiendo además con su proceso de separación. “En ese momento me olvide de todo, empecé a trabajar como un loco, aceptaba todos los encargos y durante los años del ladrillo sólo pensaba en hacer, hacer y hacer”. Compró una vivienda nueva y desde hace un año tiene consigo a su hijo, adolescente desorientado y enfadado con todos –incluido él mismo-  que ya no puede vivir con la madre y su nueva pareja. Miguel lleva 5 años sin trabajo, tuvo que malvender el camión y ahora perderá la casa por no poder hacer frente a la hipoteca  “¿Cómo le meto yo la bronca al chaval cuando se rebota y no quiere ir al instituto si yo mismo he ‘suspendido’ la asignatura más importante de mi vida? Tengo miedo que más que una ayuda sea una carga para él porque ¿Quién quiere contratar a un hombre de 48 años? Por eso a veces pienso que lo mejor es que me quite de en medio”.
Cada caso, en su diferencia, nos indica cómo el sentimiento de culpa, asociado al fracaso de una expectativa, desencadena la idea recurrente del fantasma de inutilidad, de pérdida de la confianza en sí mismo, autoreproches acerca de su valía. La pérdida de control sobre la propia vida, no saber qué pasará en un término corto y cómo resolver ese imprevisto está muy presente, así como las ideaciones de padecer enfermedades mortales e incluso ideas autolíticas. La angustia no es sino la manifestación de la pérdida del mapa subjetivo, de las coordenadas que definen nuestro lazo al otro, lo que creemos ser para el partenaire, los amigos, la familia.
No se trata de establecer una relación automática entre el desahucio y suicidio, ya que una decisión extrema como quitarse la vida es algo que siempre obedece a causas diversas y no siempre comprensibles, ni para el propio sujeto ni para su entorno. Pero es evidente que la exposición a situaciones de desamparo es un factor de alto riesgo, como lo prueba el hecho de que en muchos sujetos la perdida de la casa suele ser uno de los primeros pasos de un proceso de desinserción social, con pérdida de vínculos laborales, familiares y sociales que pueden provocar un estado de indigencia y aislamiento social. Esta vulnerabilidad se hace hoy muy presente también en niños y adolescentes.
Cada nuevo episodio de desahucio nos recuerda que quebrar los mecanismos de solidaridad colectiva, los pilares del estado del bienestar (salud, educación, vivienda y trabajo digno) no es sin un precio alto. Saltar al vacío empieza a ser la única salida para muchos sujetos que sienten que han sido dejados caer por aquellos que deberían protegerles. Sujetos que se sienten ellos mismos desahuciados.

Hombres sin atributos
Para muchos varones la crisis actual ha supuesto la pérdida de su rol de sustentadores principales de la familia y los ha confrontado a diversos interrogantes sobre su condición de homo faber, que ha dejado de controlar su entorno al verse privado de su capital principal. Datos recientes confirman el aumento de cuadros depresivos, ansiedad y consumo de alcohol en hombres de mediana edad, carentes de la salud que Freud atribuía a la “capacidad de amar y trabajar”.
En sus testimonios se hacen presentes los sentimientos de soledad, de impotencia y frustración (“todo aquello que hemos hecho no ha servido de nada”), problemas de salud asociados, crisis en las relaciones de pareja y el sentimiento de sentirse desautorizados como padres a causa de su improductividad.
“En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades y habilidades que se exigen a todo producto de consumo”. Esta afirmación del sociólogo Z. Bauman explica muy bien esta nueva violencia a la que se ve sometido el cuerpo y el sujeto, que exige convertirse en un producto.
Este sentimiento de inutilidad, que vemos en muchos de estos hombres, nos confirma que hoy la obsolencia programada no afecta sólo a los objetos, también a las personas que son evacuadas como desperdicios, resto que queda afuera del sistema productivo.
En el régimen patriarcal era la mujer la que quedaba más objetalizada, en la escena sexual y en otros ámbitos de la vida. Ahora la crisis acelera la inversión de roles y torna problemático el papel del hombre. Para algunos esto tiene una lectura en clave de poder: “ellas quieren mandar”.
Este declive de la masculinidad corre paralelo al declive de la imagen social y tradicional del padre lo que obliga a revisitar ambas. Si el “seguro fálico” pasaba por su aportación económica, ahora emergen las dificultades en la convivencia de pareja puesto que sienten que no tienen “nada que ofrecer”. Surge entonces un sentimiento de infantilización: “nos tratan como niños y supervisan todo lo que hacemos mal en casa y con los hijos”. La regresión que este desplazamiento comporta, en ocasiones puede ser un factor de reacción agresiva, como reverso de la impotencia y la desorientación.
No es extraño, por tanto, que la mezcla de indignación, rabia y afecto depresivo tenga consecuencias tanto en los conflictos de pareja, llegando en algunos casos extremos al asesinato, como en la convivencia social donde las propuestas xenófobas ganan terreno. La vulnerabilidad de amplios sectores de la población deviene así el resorte más eficaz del poder político que hace del miedo colectivo un factor clave.

Mujeres y madres: solas y ocupadas
Para las mujeres la crisis tiene una doble vertiente: por un lado, han ganado protagonismo en los asuntos familiares (sustentadoras principales), por otro  eso ha supuesto una mayor presión y una mayor responsabilidad, sobre todo cuando se acompaña de la soledad en sus vidas y en el cuidado de los hijos.
La fase de salida de la era del padre hace que lo femenino tome la delantera a lo viril (Miller). Es una lógica imparable que ya leemos en innumerables signos políticos, sociales y relacionales. Ese estilo que no oculta la falta ni vela de igual manera los vacíos llenándolos de objetos y bienes, parece avenirse mejor a los nuevos tiempos. Esta lógica de lo femenino, más próxima, se las arregla mejor con las paradojas e incertidumbres de nuestra época.

Ese futuro femenino -ya presente- tiene un precio: la soledad de muchas mujeres (familias monomarentales) y el aumento de la angustia que comporta a veces. Las dificultades con la pareja son también efecto de este reajuste al igual que el temor a no dar la talla en la crianza de los hijos cuando los apoyos son escasos. El descenso de la tasa de fecundidad femenina, desde la crisis, tampoco es ajeno a estos factores.
Sus cuerpos hablan de maneras diversas, desde las activistas del Femen que lo muestran para reivindicar sus derechos, hasta las mujeres aquejadas de fibromialgia o fatiga crónica que inscriben de esta manera en el cuerpo la angustia por la incertidumbre y la culpa por tomar ese protagonismo. El aumento de las crisis de ansiedad habla también del peso en el cuerpo de ese nuevo rol que las confronta a sus parejas, a sus padres y a sus hijos.

Los nuevos lenguajes de la crisis
Lo Real, decía Lacan, es aquello que está fuera del sentido, pero que al mismo tiempo ejerce como causa de nuestros actos. La pobreza, la violencia, los suicidios, son manifestaciones reales de las vidas en crisis. Es por ello que estamos conminados a inventar ficciones que les otorguen algún tipo de significación. Un suicidio, p.e., es un acto que no se presenta de entrada como comprensible aunque enseguida busquemos la carta del suicida o una explicación, en clave psicológica o  sociológica.
Nombrar todo eso que nos inquieta exige encontrar la buena manera de hacerlo, el bien decir que, sin agotar la explicación, nos oriente en la comprensión y en el abordaje de esas cuestiones. La manera de hablar de ese real no es baladí porque sabemos del poder de la palabra, nuestro pensamiento y nuestra acción se verán condicionados por esa nominación.
El término mismo de “nueva pobreza” responde al paradigma 2.0 que no hace sino enmascarar, bajo la idealización de lo nuevo, lo que se repite. Parece referirse al hecho de que amplios sectores sociales, que hasta ahora disponían de recursos de subsistencia y de un bienestar material por encima del umbral de la pobreza, ahora han cruzado esa frontera y son calificados como pobres.  En cierto modo es así pero lo erróneo sería pensar que esto es una novedad, efecto de la crisis financiera y económica que se inició en el 2008. Si tomamos la pobreza no como un estado sino como un proceso, comprenderemos que lo que está pasando ahora es más profundo y estructural que el efecto de una crisis cíclica.
No vincularla a las derivas del capitalismo especulativo (Piketty) tiene el riesgo de considerarla como una calamidad o una enfermedad, algo inevitable y connotado muy negativamente. Este discurso de la pobreza como una disfunción social que habría que corregir con medidas asistenciales la caracteriza como un estado individual, definido por una carencia material y en cierto modo natural en algunos sectores considerados marginales y desvalorizados en cuanto a sus posibilidades de mejora. Es una tesis clásica del neoliberalismo que piensa a las personas como causa sui, agentes exclusivos de su propio destino. Lo vimos en la crisis del Ébola, donde una mala gestión político-institucional se “resuelve” identificando una culpable como causante de su propia desgracia.
La lista de eufemismos con que hoy se nombra ese real es larga: “sujetos con dinámica de recuperación de alimentos” o “con dinámica de recuperación de materiales desechables” para referirse a los que recogen comida en los contenedores o a los chatarreros. “Persona o familia con inestabilidad domiciliaria” los que no pueden conseguir un domicilio estable por desahucio o falta de recursos. Tradicionalmente los llamábamos pobres por entender que se trataba de personas carentes de recursos para su subsistencia.
Eso sin olvidar el ingenio de algunos políticos que a la emigración forzada de muchos jóvenes le llaman “movilidad exterior" u ordenan a sus funcionarios que omitan la palabra “desahucio” por “otras menos contundentes” para evitar "inquietar a los ciudadanos utilizando esos términos". A bajar el sueldo le llaman “devaluación competitiva de los salarios”, al copago “tique moderador”, a la subida de impuestos “recargo temporal de solidaridad”, al despido colectivo “ERE” o usan antífrasis como “crecimiento negativo”.

Poner el énfasis, en este nuevo lenguaje, en las conductas de las personas afectadas más que en la lógica colectiva, muestra las dificultades de una sociedad para hacerse cargo de sus propios desechos, de eso que ella produce en su back door como residuo no reciclable por un sistema que “se ha vuelto hostil a la vida” (Sennett)  y que Lacan describió como contrario al amor por el hecho de que no deja ningún margen para la falta, que todo en él –incluidos los residuos y las personas como objetos consumibles- aparecen como reciclados en una entropía voraz e infinita. Hoy la diferencia entre producto y desecho se difumina y por eso hablamos de tele basura o de contrato basura.
Frente a esta corrupción del lenguaje hay ya iniciativas en marcha, algunas orientadas por el psicoanálisis, que proponen devolver la dignidad a estas personas dándoles la palabra individualmente y en grupo. Fórmula que se opone, además, al mutismo que comporta la creciente medicalización de la vida cotidiana como “solución” universal para tapar la angustia.