martes, 23 de abril de 2013

Medeas en el exilio: madres y mujeres



LA VANGUARDIA, Tendencias / Miércoles, 24 de abril de 2013


José R. Ubieto. Psicoanalista

Un infanticidio, como cualquier acto humano, obedece a causas múltiples y diversas, cuyas formas son siempre propias. De allí que ofrecer una explicación uniforme es ignorar esa singularidad. Lo común es que siempre se trata de un drama incomprensible, un real cuyo sentido absoluto se nos escapa. Resulta impensable que una madre pueda hacer algo así a sus hijos y por eso hacen falta otras claves para entenderlo. Nadie que no ha llegado a un punto límite de desesperación hace un pasaje al acto similar.

A veces se trata de una idea delirante que envuelve a los hijos, otras de un “homicidio compasivo” previo a un suicidio de la madre. La clínica y la literatura también nos proporcionan pistas sobre otra de estas causas. Medea, en la tragedia de Eurípides, había hecho de todo por amor a Jasón, su marido, incluso traicionar a su padre y a su país. Cuando Jasón le comunica su intención de casarse con la hija de Creón, Medea -que ama profundamente a sus hijos- los mata en venganza. Interrogada por Jasón le responde que lo hizo para causarle dolor, aún a costa del suyo propio como madre, y el vacío inextinguible que se le abre. En ese acto muestra como su ser de madre no oculta que ella también es una mujer, dolida por perder a su marido y que le golpea allá donde más le duele a él: en sus hijos. A través de su propio sacrificio ella trata de cavar un agujero en el otro, imposible de llenar.

Otro escritor, André Gide, relata una pérdida, para él inconsolable, que le llevará a escribir las que serán sus páginas más bellas, “Et nunc manet in te” y su “Diario íntimo”. Su mujer Madeleine quema sus cartas de amor, tras un despecho: “Acaba de hacerme esta confesión que me abruma. Es lo mejor de mí que desaparece; y que ya no servirá de contrapeso a lo peor. Me siento arruinado de un solo golpe. Ya nada me importa. Me habría matado sin esfuerzo”. Esas cartas tienen, como señala Jacques Lacan, el valor “de su hijo más querido”.

Matar a los propios hijos, sacrificar su último bien cuando ya ha sido despojada de todo lo demás, es una respuesta extrema –y por eso poco habitual- al despecho, pero sería un error no ver en ella algunos índices de otras violencias invisibles. Hoy constatamos cómo se degradan algunas situaciones (no son causas directas) que hacen que una extrema vulnerabilidad pueda transformarse, a partir de un desencadenante, en un acto auto o heteroagresivo. A las condiciones materiales precarias se une la violencia de género, la soledad, el desamor y muchas veces el "exilio" de su país de origen.

Madres y mujeres "sin nada" (papeles, medios de subsistencia), acosadas por sus ex parejas, a veces incluso tras el abandono, al borde siempre de la ultima pérdida (vivienda, prestaciones sociales). En ese agujero negro su desespero puede llevarlas al sacrificio último de su vida o la de sus hijos. Hoy cada nueva Medea nos conmociona por su excepcionalidad pero la regla, a menudo velada, es otra. El aumento notable de casos donde estas violencias invisibles están presentes debería alertarnos, no con el afán ilusorio de evitar un acto que siempre es imprevisible, pero sí al menos para reducir los factores de riesgo.

lunes, 22 de abril de 2013

La “institución TDAH”


La “institución TDAH”

Partimos de la tesis que la institución es un discurso y por ello podemos tomar la hiperactividad como el significante amo de un discurso que tiene como efecto una nueva manera de vincularse al otro. Una manera contemporánea de responder, con el cuerpo, a la presencia del otro, sea bajo la forma verborreica del niño que no hace sino interrumpir al profesor o la desatenta de ignorarlo. En los dos casos la modalidad del vínculo nos habla de una dificultad creciente de la palabra para regular lo que se agita en el cuerpo.

La categoría TDAH, como clase capaz de “fabricar mundos”, en el sentido que da a esta expresión el filósofo y lógico Nelson Goodman, tiene hoy, más allá de su uso clasificatorio, un carácter instituyente para niños, adolescentes y ahora también adultos. El imperativo actual del funcionamiento y la optimización de las competencias aparece como un pragmatismo radical aplicado a la “gestión” del cuerpo, concebido como una máquina, conectado siempre en on y abandonado a su satisfacción autoerótica, confiando que él hallará su propia regulación.

La “institución TDAH” propone así una versión de-subjetivada del sufrimiento humano, que podría prescindir de la escucha del sujeto. Lo cierto es que en el acontecer de ese movimiento hay palabras apresadas e inscritas en el cuerpo. “Lo Real- dirá Lacan- es el misterio del cuerpo que habla”. Una dimensión de acting out se hace presente en muchos de esos niños y adolescentes, un actuar sin palabras pero no sin la relación al otro.

La cuestión no es pues la de cuestionar la existencia misma del TDAH, sería una obviedad al tratarse de un artefacto discursivo de amplio alcance http://www.nytimes.com/interactive/2013/03/31/us/adhd-in-children.html?_r=0 , sino de descompletar el diagnóstico psicopatológico y orientar la cura hacia la parte inventiva del síntoma. Entender que lo hiperactivo, en tanto acontecimiento de cuerpo, no responde a una ficción universal, sino a la manera particular en que el traumatismo de de lalengua percute en el cuerpo.

viernes, 12 de abril de 2013

Las paradojas de la notoriedad







El afán de notoriedad encuentra en nuestra sociedad un eco notable. No importa mucho el contenido o la relevancia de lo exhibido, importa más el “ruido” mediático que provoca el hecho mismo de exponerlo públicamente. Entrenadores que no aceptan una votación, políticos que se empeñan en “sostenella y no enmedalla”, actores encantados de haberse conocido, jueces en busca del estrellato, la cuestión común parece ser el “dar a verse”.

En cada caso hay una razón particular que explicaría la satisfacción derivada de esa exhibición pública, un circuito pulsional - en términos freudianos- donde el objeto escópico (la mirada) ocupa un lugar central. Mirar y ser mirado, dar a ver y hacerse mirar son declinaciones de un empuje a la satisfacción que sitúa, para cada uno de nosotros, el valor de la mirada como un objeto privilegiado. Algunos sujetos incluso organizan toda su vida alrededor de este eje central.

Junto a esa causalidad psíquica individual, encontramos hoy una lógica colectiva que convierte a este “síntoma” individual en una manifestación social notable. Nuestras vidas ya no son imaginables sin su representación permanente y de allí el éxito de todos los dispositivos que a su función original añaden alguna modalidad de transmisión de imágenes (móviles, tabletas, webcams, redes sociales).

La tesis de Debord sobre la sociedad del espectáculo (1967) decía que la identificación pasiva de las personas con el espectáculo sustituiría su hacer autentico, creando así un nuevo vinculo social mediado por las imágenes. Hoy no se trata ya únicamente de la producción mediática de otra escena, virtual y llena de mercancías con valor de fetiches (gadgets), tan real como la vida misma. Lo que constatamos es que el sujeto participa muy activamente en ese espectáculo en el que sujeto (que mira) y el objeto (mirada) no se diferencian claramente. De hecho el sujeto se confunde con la mirada misma, por un lado consume imágenes pero al tiempo es él mismo reducido a un objeto consumible o de vigilancia.

Lo que en otras épocas era una experiencia de transgresión (exhibición/voyeurismo) ha devenido un imperativo con todas sus paradojas. Unas de ellas es que detrás de esa ilusión de visibilidad y notoriedad social, muchas veces lo que encontramos es la realidad de una sociedad panóptica, donde el Ojo absoluto (Wacjman) todo lo mira y todo lo juzga.

Basta ver a esos mismos personajes populares (políticos, deportistas, actores) taparse la boca para mantener una conversación en lugares públicos. O la cesión continua y exhaustiva de información personal, sin apenas control por nuestra parte, que nos exigen para acceder a redes sociales o bienes de consumo. Desde las cámaras de Google Earth hasta Pegasus, el nuevo radar de la DGT, no queda ya un trozo de tierra sin vigilancia.

martes, 19 de marzo de 2013

¿Vamos hacia una dictadura de la transparencia?


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

Escuchar las conversaciones privadas de un hombre público, ver en directo por TV como esposan y trasladan a un detenido, leer los documentos confidenciales entre cancilleres, curiosear en las intimidades de los famosos o localizarlos en tiempo real mediante una web radar (http://www.justspotted.com), todo eso forma parte ya de nuestra cotidianeidad.

Más allá de su legalidad, nos plantea interrogantes sobre este afán de volver todo transparente, anular los secretos, como si la vida o el sujeto mismo debieran (y pudieran) ser transparentes. ¿De donde surge ese empuje que a veces toma la forma de una “servidumbre voluntaria” (Étienne de La Boétie)?

Parece responder a una curiosa mezcla de dos satisfacciones, más o menos conscientes. Por una parte la satisfacción de la mirada que se recrea en el espectáculo mismo de las desgracias del otro, sobre todo si éste ha conocido tiempos mejores. Por otra parte el goce que resulta del juicio moral que castiga al otro por su falta, esa lección de ejemplaridad que algunos gobiernos quieren dar en ocasiones, no es ajena a una cierta satisfacción por la aplicación de la sanción misma. Kant (imperativo moral) con Sade (goce sádico) es la pareja que el psicoanalista Jacques Lacan compuso para mostrar esa doble satisfacción que encontramos en la imposición de la ley y en su reverso, la transgresión forzada.

La exigencia de transparencia se presenta como una reivindicación de la Verdad, reducida a la exactitud de lo dicho o lo visto, cuando en realidad se trata de una exigencia de uniformidad, de allí la obligación de lo “políticamente correcto”. La paradoja es que detrás de ese imperativo de transparencia, muchas veces lo que encontramos es la ilusión de una sociedad panóptica, donde el Ojo absoluto (Wacjman) todo lo vea y todo lo juzgue. Basta ver a políticos y deportistas taparse la boca para mantener una conversación telefónica en lugares públicos.

La realidad psíquica nos muestra, por el contrario, que el sujeto no puede ser transparente y que la mentira y el secreto forman parte de su humanidad misma. Un signo de progreso en los niños pequeños es cuando descubren que sus pensamientos no son transparentes para los padres y adultos. Es entonces cuando la conocida amenaza infantil (“¡pórtate bien que el niño Jesús lo ve todo!”) cae y la mentira aparece como un nuevo recurso en la relación al otro.

Desconocer esa opacidad subjetiva, que la es siempre para uno mismo, en aras de una conformidad con el sentir colectivo, sólo puede conducir a una civilización enferma ya que como declaraba Pablo Rudomin, neurólogo y premio Príncipe de Asturias “si toda la población llega a ser uniforme, le será mucho más difícil readaptarse”.

La verdad no puede ser un pretexto para instaurar una dictadura de la transparencia, entre otras cosas porque la verdad es siempre mentirosa, aunque sólo sea porque es parcial. Es siempre un medio-decir que oculta que detrás de todos los secretos que revelamos, como ocurre con las matrioskas rusas, sólo hay el vacío. Ese es el último secreto que vela la verdad.

No se trata de reivindicar el oscurantismo pero un cierto pudor es una condición de la convivencia que deberíamos preservar si no queremos vernos fagocitados por ese ojo feroz que todo lo escruta como si la vida fuera un reality show permanente.

viernes, 15 de marzo de 2013

Modo Cinismo


Desde hace un tiempo asistimos a fenómenos, en diversos ámbitos (moda, televisión, ocio) que tienen como punto común la banalización de la violencia o de la precariedad social y personal. Recientemente veíamos cómo la moda de las pasarelas siniestras se extiende en diversas ciudades con modelos encapuchados como verdugos, coqueteando en su maquillaje con la muerte o con el cuerpo envuelto.
 

En la televisión y el mercado de los videojuegos triunfan las propuestas donde la violencia simulada (tertulias alborotadas, acciones violentas en los juegos, combates en el límite entre la ficción y la realidad) es el principal atractivo y estímulo para sus consumidores.
 
Un juego de mesa, que triunfa en Francia, propone una versión postmoderna y posthumana del contrato social. “Plan social”, este es su nombre, es un juego de cartas que según dicen sus promotores “despertara vuestros instintos depredadores y vuestra crueldad intrínseca”. Todos los jugadores son accionistas y el primero que consiga desembarazarse de todos sus asalariados consigue su "Plan social" y puede deslocalizar su empresa en un país “totalitario donde la mano de obra sea un buen negocio” (sic). Añade, como invocación que “la fuerza del liberalismo sea con vosotros” y para muestra de su humor negro asegura, en aras de la evidencia científica, que el juego ha sido probado con animales.
 
Podríamos continuar la lista con la serie de videos de YouTube donde hay una burla y recreación de la precariedad y de la violencia como patrón de relación pero la pregunta que nos surge es acerca del origen y del límite de este proceso de banalización y cinismo.
 
Una primera hipótesis es que el empuje al cinismo va parejo con el declive de la confianza. La confianza es un elemento clave en la génesis y el mantenimiento de un vínculo, social o personal. Sin ella la convivencia se resiente gravemente y aparece la desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas del otro. Hoy vemos como la confianza funciona como una especie de activo toxico, aquello que debería ser un bien social aparece como un elemento nocivo al perder todas sus garantías. Lo vemos en el campo de las finanzas pero también en el político, en la religión e incluso en los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos,..

La confianza se genera a partir de una suposición de saber, le suponemos al otro (financiero, político, clínico, maestro) un saber sobre aquel ámbito en que le confiamos algo (ahorros, gobierno, salud, educación) y eso produce una cierta obediencia y creencia en sus indicaciones. Hoy nos volvemos más incrédulos y aceptamos mejor el cinismo como la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, y para ello no nos faltan objetos: gadgets, tóxicos, comida...Las reivindicaciones, con carácter de exigencia e incluso las manifestaciones de violencia en algunos lugares (escuelas, hospitales), muestran la deriva de esa desconfianza, muchas hechas en nombre del derecho a consumir como derecho “básico” de nuestras vidas de consumo (Bauman).
 
La satisfacción que encontramos en estos fenómenos de recreación de la violencia es una solución fallida a la impotencia, social y personal, en la que nuestra época aborda

lunes, 25 de febrero de 2013

Vergüenza y angustia



La Vanguardia. Tendencias. Viernes, 22 de febrero de 2013


José R. Ubieto. Psicoanalista


“Señor, no sobreviviré a esta desgracia. Tengo honor y una reputación que perder”. Estas palabras, puestas en boca de Vatel, cocinero del Gran Condé, por Madame de Sévigné, fueron el preludio de su posterior suicidio al no poder cumplir con sus obligaciones en el festín con el que el príncipe quería seducir al rey francés. “No hay vida sin honor” sería su lema, muy distinto del de su anterior señor, el superintendente de finanzas Fouquet, arrestado por malversación de fondos.

La vergüenza es un sentimiento que incluye la mirada del otro. Sentimos vergüenza cuando el otro está presente y nos sorprende en una satisfacción íntima. Hoy vemos, con los casos de corrupción, cómo ese pudor es un valor en declive y por ello el reconocimiento de la falta o la petición de disculpas públicas inexistente. “Hay que decir que morir de vergüenza es un efecto que raramente se consigue”  anticipaba Lacan en 1970.

Lo que cotiza al alza es, más bien, la desinhibición, ser un poco sin-vergüenza en la escena pública. Exhibicionismo y abusos en las redes sociales, personajes televisivos que pueblan los reality shows, -siempre dispuestos a mostrarnos sus vergüenzas íntimas- e imputados y condenados por corrupción inclinados primero a exhibir su poder y luego a mentir y exculparse sin pudor alguno.

No parece haber en la mayoría de estos casos acuse de recibo subjetivo de ninguna pérdida, condición indispensable (pero no suficiente) para rectificar la posición. La mala reputación resulta efímera y reciclable en la vorágine de las noticias y acontecimientos. El Greed is good (La avidez está bien) de Gekko, protagonista del film Wall Street, ha tomado el relevo del honor como brújula.

Donde antes la mirada del Otro avergonzaba, ahora es la nuestra que goza mirando el espectáculo y eso, sin duda, explica algo de la tolerancia social que ha habido. La crisis, con sus pérdidas, ha puesto de manifiesto que el impudor de unos constituye la violación del pudor de otros y de allí la actual rabia y protesta de buena parte de la ciudadanía avergonzada.

Correlativamente a este declive de la responsabilidad (responder de lo que uno hace o dice) otro afecto se hace más presente en nuestras vidas: la angustia. Afecto que no engaña sobre su relación a lo más íntimo de cada uno y que toma formas variadas: ataque de pánico, inquietud en el cuerpo o sentimiento de vacío que, en casos extremos, puede empujar a alguien al suicidio. Los casos de desahucios lo muestran de manera dramática. En ellos el goce de la codicia encuentra su reverso, allí sí hay pérdida real y por tanto un vacio en el tener y en el ser del sujeto “desahuciado”.

¿Cómo recuperar la función social de la vergüenza, factor clave en la convivencia? Las recientes iniciativas de autoregulación por parte de estudiantes en relación al uso de los Informers, al igual que la voz firme de algunos líderes de movimientos sociales son buenos ejemplos –en ámbitos diferentes- para recuperar la dignidad.