jueves, 28 de enero de 2010

¿Ayudan las ficciones literarias a entender la violencia sexista?

José Ramón Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

La principal novedad que aporta la adolescencia es que la vida aparece desprovista de sentido. Las palabras que hasta entonces servían al joven para situarse en el mundo, tomadas de los adultos, pierden su valor. Incluso muchas de ellas se rechazan por ser signo de impostura e inservibles para nombrar todos los cambios que supone la pubertad.

Surgen afectos de angustia, perplejidad y malhumor por la falta de palabras que puedan nombrar esa novedad en el cuerpo y en las relaciones personales, sexuales y sociales. Las respuestas a este malestar son variadas y unas más logradas que otras. Las hay que tratan de ahorrarse el encuentro con el otro que queda sustituido por la alineación al objeto (consumos de todo tipo), por el rechazo (anorexia) o por el pasaje al acto (conductas de riesgo, errancias, violencia).

Pero también encontramos el recurso a la invención y la creación para bordear ese vacío que surge y darle formas artísticas y creativas (teatro, música, danza, nuevas tecnologías, juegos de rol). La escritura sigue siendo uno de los recursos privilegiados en sus diversas expresiones: letras musicales, poesías, diarios, relatos,…El interés que despierta concursos como Ficcions, impulsado por deria.cat así lo prueba.

La violencia sexista es sin duda un tema que les concierne muy directamente porque pone a prueba las vías de salida de ese nuevo interrogante que es la sexualidad en acto, más allá de las fantasías infantiles. Disponer de ficciones sobre el tema escritas por ellos y para ellos es ya una forma de respuesta. Una invención más operativa y útil que muchas de las bien intencionadas campañas que proponen ideales de conducta sin tener en cuenta las verdaderas preguntas –no exentas de apremios subjetivos- que se plantean ellos sobre la relación con el nuevo partenaire sexual.

viernes, 15 de enero de 2010

¿El sujeto puede ser transparente?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Viernes, 15 de enero de 2010

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista


El debate actual sobre el uso de escáneres que desnudan en los aeropuertos va más allá de la medida concreta y del ámbito especifico de los vuelos. De hecho se incluye en una lógica mucho más amplia y que se sostiene en un ideal de transparencia y en el imperativo de lo “evidente” como garantía universal.

Hoy no se autoriza ninguna intervención en el ámbito de la subjetividad que no esté basada en las llamadas “evidencias científicas”. Una psicoterapia, un programa reeducativo, un proyecto de acción social sólo reciben financiación si responden a esa doble exigencia de transparencia y evidencia científica, principios de la evaluación de sus resultados.

¿Quién podría oponerse a esas buenas intenciones, que además parecen basarse en certezas y evidencias aportadas por la ciencia? De la misma manera ¿Quién podría resistirse a las recomendaciones sanitarias sobre la epidemia de turno, basadas también en razonamientos lógicos y “científicos”? Y por supuesto ¿quién podría negarse a ser un cuerpo transparente y “evidente” ante la mirada del Otro, en nombre de la seguridad pública y bajo los auspicios de todas las garantías tecnológicas?

La ciencia y sus desarrollos técnicos son un activo fundamental de nuestra civilización, al que difícilmente podríamos renunciar en el momento actual. Su aportación a la mejora de las condiciones de vida y a los estándares de salud es incuestionable. Pero todo ello no obvia que la ciencia como saber tiene sus límites, bien conocidos y admitidos por los propios investigadores. Y cuando se trata de ciencias aplicadas a la subjetividad y de ámbitos como la psicología, la educación, las relaciones sociales y personales esos límites no pueden obviarse salvo que queramos “ahorrarnos” lo más singular del ser viviente que es el sujeto mismo, sus elecciones y decisiones, erróneas o no. No admitir esos límites es convertir la ciencia en una pseudociencia y por tanto en una nueva religión de charlatanes sofisticados.

Nunca una tecnología debería eliminar el juicio y la valoración de un médico, de un psicólogo, de un educador, de un político y por supuesto del propio sujeto afectado, sobre las decisiones que se deben tomar porque ese juicio, susceptible de errores y riesgos, es fundamental y da la medida ética del acto mismo. ¿Qué valor tendría un acto médico, terapéutico, educativo o político si excluimos aquello que lo fundamenta, la convicción íntima de quien lo ejecuta, y lo sustituimos por la guía de un protocolo estándar? ¿Quién se haría entonces responsable de sus consecuencias?

El asunto de los escáneres es una buena prueba de esta tendencia a sustituir ese juicio por un imperativo de autoría anónima y justificada por supuestas “evidencias”, como muchas otras medidas vinculadas a la vigilancia y seguridad. ¿No era del juicio y valoración de los responsables policiales de quien dependía nuestra seguridad? ¿No eran ellos los que debían sopesar las informaciones que la tecnología les procura en nombre del bien público?

Cuando renunciamos a nuestra responsabilidad y nos resguardamos en la (falsa) promesa de la tecnología “que todo lo ve” nos volvemos cada vez más ciegos frente a lo que constituyen nuestros retos actuales como civilización.

jueves, 5 de noviembre de 2009

¿Por qué el erotismo nos lleva a los museos?

LA VANGUARDIA, Cultura / Jueves, 5 de noviembre de 2009

El interés del ser humano por el erotismo es tan antiguo como el propio mito que lo sustenta. Eros simboliza en la mitología griega la satisfacción sexual que junto a su lado amable presenta también la vertiente “agridulce y cruel”, calificativos que le dedico la poetisa Safo para destacar su falta de escrúpulos.
Esa doble cara del mito nos enseña que en el erotismo hay algo siempre velado que Freud destacó al unir Eros y Tanatos, la pulsión de vida y la pulsión de muerte.

Esa función de ocultamiento ha estado presente, a lo largo de las civilizaciones, en los discursos del amor: desde el culto a la belleza y la estética del cuerpo en la Grecia clásica hasta los modelos del amor cortes medieval y por supuesto en la moral victoriana del siglo XIX.

Hoy el interés por el erotismo convive con fenómenos como el consumo de cibersexo, cuyas cifras crecen de manera espectacular, siendo un mercado con grandes beneficios. No se trata de lo mismo pero tampoco son cuestiones ajenas. La sexualidad, fuente del erotismo, en sus manifestaciones actuales destaca por una ausencia de normas y modelos para la construcción de la identidad sexual. Ello abre la vía a una banalización de la relación sexual que tendría como consecuencia borrar al mismo tiempo el ideal amoroso sin que por ello surgiera ninguna desesperación.

Hoy ya no nos confrontamos a la prohibición de las prácticas sexuales puesto que hay mayor permisividad que nunca, sino al traumatismo propio de lo sexual, a lo que carece de palabras porque nos faltan esos modelos que “dirían” bien el sexo. Todo ello acentúa el desfase entre sexo y sentimiento: la relación sexual se presenta con crudeza, sin mediaciones convenidas, sin semblantes de los discursos instituidos. Es por eso que los afectos que les acompañan son el tedio y la morosidad (véanse las películas de Gus Van Sant).

La confesión amorosa desaparece, particularmente por parte de los varones (entregados a los gadgets y videojuegos), y no por el pudor viril, sino porque no encuentran palabras que digan ese sentimiento que resuena en su cuerpo.
La paradoja actual es que hay sexo por todas partes, pero en un mundo donde todo se ve falta la intimidad, propia de lo subjetivo, al faltar el saber sobre el sexo. ¿Quizás es eso lo que buscamos en maestros del erotismo como Picasso?

José R. Ubieto, psicólogo clínico y psicoanalista

martes, 22 de septiembre de 2009

¿Por qué los adolescentes de hoy obedecen menos?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El inicio del nuevo curso nos trae viejas cuestiones relativas a la autoridad. Jóvenes que desafían a policías o amenazan a profesores suscitan reacciones diversas. Desde los nostálgicos de la disciplina victoriana hasta los bienintencionados creyentes en las promesas de las nuevas tecnologías como solución mágica a los problemas educativos.

Lo cierto es que algo insiste como sintomático y es que, efectivamente, nuestros adolescentes obedecen menos y lo hacen además de otras maneras. Obedecer, y sobre todo consentir a las propuestas del otro, exige la creencia previa en ese otro. Una creencia que ya no se genera a partir de los discursos y las buenas intenciones, sino de los hechos y prácticas de estos adultos. Ese otro hoy se presenta más que nunca desnudo y mostrando su inconsistencia, su falta como rasgo consustancial. ¿Acaso alguien conoció a un padre perfecto, un maestro ejemplar o un marido sin tacha?

El velo que proporcionaba el poder, asociado al cargo de la autoridad competente, nos despistaba sobre la verdadera naturaleza de ese otro. Los jóvenes de hoy se engañan menos, saben que la distancia real entre sus progenitores y los padres Simpsons es mucho menor que la existente entre esos mismos padres y los ideales de perfección y buenas prácticas que nos autoproponemos como canon de la paternidad actual.

Los adolescentes, más que nadie, necesitan una orientación que los ayude a regular sus tensiones, entre ellas las que sus nuevos cuerpos sexuados les originan constantemente. Para ello quieren que los adultos de proximidad (padres, educadores) estén bien despiertos y por eso no dudan en hacer cualquier cosa para quitarles el sueño. A veces incluso equivocan el destinatario de sus mensajes, fenómeno que las madres conocen bien cuando reciben los reproches que no van dirigidos sino a ellos y ellas mismas por el odio que sienten por sus faltas y temores.

¿Cómo proporcionarles esa orientación, a modo de brújula, más que como protocolo fijo? Por el retorno al castigo clásico no parece muy viable, entre otras cosas porque el castigo se basaba en su función ejemplificadora y en la extracción de sus consecuencias. No parece que los propios adultos extraigamos demasiado de nuestros propios errores como para ser ejemplos creíbles de las nuevas generaciones de jóvenes.

¿Apabullándolos con las nuevas tecnologías? No hay que renunciar a ellas, pero nunca una máquina, ni siquiera los sofisticados GPS, nos llevó a allí donde nosotros no decidimos, previamente, ir.

Nos queda lo que siempre estuvo en el corazón del ser humano, la única garantía posible de esa auctorictas (de autor): la invención, guiada por el deseo, de encontrar respuestas a nuestras preguntas acerca de lo fundamental: el saber, las relaciones personales, la satisfacción, el cuerpo, la muerte... ¿Cómo podría un profesor de historia transmitir un deseo por las civilizaciones si no estuviera él mismo apasionado por todas esas cuestiones?

Los cuerpos adolescentes, frente a frente, en el aula o en la familia, nos angustian porque nos recuerdan lo inacabado de cada uno de nosotros, aquello que en cada uno desborda la palabra y la comprensión, la culpa de existir como seres en falta. No busquemos el alivio demasiado rápido, soportemos en conversación con los otros ese malestar y es posible que ese ejemplo sirva a nuestros adolescentes como signo de autoridad, como índice de lo que cada uno debe tolerar de su falta de completud.

Publicado en LA VANGUARDIA, Jueves, 17 de setiembre de 2009

jueves, 25 de junio de 2009

LA VANGUARDIA TENDENCIAS Página 29

Escuela, salud mental y servicios sociales se compenetran para abordar los malestares de la adolescencia: ¿la clave?, trabajar en red

Más allá del protocolo

MARICEL CHAVARRÍA - Barcelona

El psicólogo José Ramón Ubieto analiza la experiencia del proyecto Interxarxes en ´El trabajo en red´



Aunque es un hecho que los sistemas asistenciales - salud, educación y servicios sociales-se han decantado por observar a sus beneficiarios como objetos medibles y cuantificables para a partir de ahí aplicarles un protocolo, también es cierto que está avanzando el modelo de asistencia que entiende el malestar no como un mero problema de neurotransmisores, sino como la expresión de un sufrimiento que surge de una complejidad.

Este modelo de abordaje global del malestar de la infancia y la adolescencia (desde problemas escolares, violencia, dificultad de aprendizaje, transtornos de la salud mental, hasta precariedad social o exclusión) toma fuerza cuando está en desuso el tratamiento del sufrimiento de manera compartimentada. Es decir, cuando el problema lo aborda por su cuenta y riesgo un único profesional, ya sea de la medicina, la enseñanza o el trabajo social. Ahora vivimos en una era de redes, ya no existe el saber absoluto.

"Ese tiempo de la modernidad que ha ido minándose: ha caído el tiempo de la autoridad absoluta en la que el psiquiatra sabía lo que te sucedía y te daba la solución. Las redes proveen de una respuesta actual y plural, a veces paradójica, ante la inconsistencia de esa versión única y absoluta, de tipo patriarcal".

Así lo asevera el psicólogo y psicoanalista José Ramón Ubieto (Sabiñánigo, Huesca), profesor de la Universitat Oberta de Catalunya y colaborador de La Vanguardia.En su último libro, El trabajo en red. Usos posibles en Educación, Salud Mental y Servicios Sociales,analiza cómo abordar problemas concretos de la adolescencia implicando a la familia y a varios departamentos de la administración, algo que, por razonable que parezca, no es la norma.

Y lo hace a partir de la experiencia del proyecto Interxarxes de infancia y familia, en el distrito de Horta-Guinardó de Barcelona, que lleva diez años en marcha e implica tanto a ayuntamientos, como a la Diputación, así como al Govern. De hecho, goza ya de un reconocimiento entre la comunidad científica y profesional.

"Ahora, el saber está fragmentado y el malestar no acude a un profesional en concreto - puntualiza Ubieto-;la demanda es difusa, ante lo cual el profesional tiene dos opciones: o seguir manteniendo esa idea de que su saber provee de recursos a esa persona que acude a él, o creer que él en realidad forma parte de un tratamiento que hoy en día es la red de profesionales."

La cuestión ahí es cómo se lleva a la práctica esa transversalidad. Porque la red puede ser tanto un apoyo como una trampa que atrapa al sujeto y le encasilla en una etiqueta diagnóstica y un protocolo asistencial rígido. Ubieto reconoce que sólo con una red orientada conjuntamente se pueden abordar esos problemas y que la interdependencia debe tomarse no como una debilidad, sino como una riqueza. "Que el médico no pueda tratar él solo a partir de ahora una enfermedad y tenga que depender del trabajador social o del educador no debe observarse en términos de impotencia, sino de oportunidad. No es que seamos impotentes, sino que hay cosas que no son educables y eso hay que admitirlo, cosas que no pasan por la educación, sino por la ética. La conclusión es que hay que trabajar en red bajo una orientación que parta de los interrogantes, en lo que no sabemos, en la búsqueda del porqué ese chaval se autolesiona, por ejemplo".

Porque ese tipo de comportamiento genera alarma entre la familia y los profesionales, pues les confronta con su impotencia para reconducir la situación. La solución fácil, advierte Ubieto, es sacarse el problema de encima y segregar a esa persona, ya sea en un psiquiátrico - si es que hay suficientes signos de trastorno mental-o bien en un centro residencial de acción educativa, si la familia tiene dificultades para atenderle. Se le interna y punto.

"La otra fórmula que proponemos, que privilegia otro tipo de vínculos entre los profesionales, es iniciar una conversación sobre el caso, que debe ser permanente, para captar la complejidad de esa conducta - concluye Ubieto-y darse cuenta de que es el resultado de muchos factores".

domingo, 17 de mayo de 2009

¿Es inevitable la violencia en las celebraciones deportivas?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

La violencia está en la raíz misma del vínculo social, por ella se establecen las fronteras de una nación y se conservan las leyes (W.Benjamin). La educación misma incluye ciertas “coacciones” que aceptamos como condición de la vida en sociedad. A partir de aquí podemos dar al fenómeno de la violencia un estatuto de normalidad como manifestación de una agresividad constitutiva del sujeto humano y del orden social.

Jacques Lacan situaba la agresividad en el origen mismo del nacimiento del yo y de la adquisición de una imagen corporal. Definió ese momento del estadío del espejo como una identificación primaria con la imagen del semejante que nos permite apropiarnos de nuestra propia imagen. Es viendo al otro que nos podemos hacer una idea de lo que somos. Antes de ello nuestro cuerpo carece de unidad y sus sensaciones se ligan a imágenes de un cuerpo fragmentado. Los juegos infantiles donde se destripan peluches, se golpean muñecos, o las pesadillas donde el cuerpo se disloca son manifestaciones clínicas de un hecho que un pintor como El Bosco supo reflejar mejor que en nadie en su obra.

A esta rivalidad especular (“o tú o yo”), que implica una tensión con el otro (¿quién no la ha experimentado en un cara a cara en situaciones de territorio cerrado y limitado como la cabina de un ascensor?) viene en ayuda eso que llamamos socialización, la asunción de una serie de ideales colectivos que tienen un efecto pacificador y cohesionador (nación, familia, Barça,..).

Toda sociedad debe, pues, prever formas sociales de exteriorización de esa agresividad que permita al sujeto canalizarla. La violencia de los jóvenes de las clases populares, ligada a las bandas juveniles, a los ritos iniciáticos, a las fiestas ha sido tradicionalmente tolerada y animada por los adultos a pesar de que oficialmente sea condenada. Sus formas clásicas –boxeo, peleas, novatadas – han sido suavizadas por la cultura de la clase media que ha ocultando todas aquellas formas viriles que atentaban a los ideales de paz y seguridad.

El fútbol, y otros deportes, han tomado el relevo. Cuando esas manifestaciones no están localizadas en un marco territorial fijo (el estadio) ni regidas por unos rituales claros (cánticos, banderas, rival..) adquieren un mayor furor y una mayor capacidad de destrucción. Sin ese ritual y acuerdo social, la violencia queda como un acto sin sentido, desligado del contexto social y simbólico donde encuentra su significación y muestra entonces su cara más cruel y destructiva.
Publicado en el diario LA VANGUARDIA

Tendencias | sábado, 16 de mayo de 2009 |