La
Vanguardia, jueves 8 de junio de 2017
La comisión de delitos por parte de los menores de
edad ha tenido diversos tratamientos a lo largo de la historia. De modelos
punitivos, a veces extremos y de un gran sadismo, hemos pasado a una idea de
reparación del daño a la víctima y a la propia sociedad. Una idea de justicia
restaurativa que ayude al joven que ha cometido el delito y que, al tiempo, alivie
el dolor de la víctima.
Eso tiene todo su sentido si pensamos que hay que
diferenciar claramente entre el acto y el actor. Una acción violenta, sea una
pelea en la calle, una escena de acoso escolar o una agresión a los padres son
condenables siempre por lo que tienen de exceso y desborde. Sobre ese acto no
puede haber tolerancia ya que su intención agresiva no persigue otra cosa que
manifestar el odio puro de la pulsión de muerte.
Otra cosa, y especialmente tratándose de adolescentes
y jóvenes, es la respuesta a dar al actor de esa violencia. Conviene diferenciarlos
de los adultos, que pueden haber concluido ya en el uso instrumental y decidido
de la violencia como patrón de relación al otro. Para algunos de ellos la
delincuencia, el tráfico, el maltrato a la pareja o el desprecio por el
semejante constituyen ya su modus vivendi y no están dispuestos a renunciar al
beneficio que eso les procura. Es su elección y por tanto la respuesta debe
apuntar