La Vanguardia. Tendencias, jueves
10 de marzo de 2016
«Odio el tenis, lo
detesto con una oscura y secreta pasión, y sin embargo sigo jugando porque no
tengo alternativa. Y ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y
lo que de hecho hago, es la esencia de mi vida.» Con estas palabras describe,
de manera brillante, el tenista Andre Agassi en sus memorias
(Open) la paradoja misma de la
presión psicológica.
Apenas un bebé, ya recibió de su
padre una raqueta y un deseo que rápidamente hizo suyo: ser el mejor para no
defraudarlo nunca. Como en una de esas
bandas de Möbius dibujadas por Escher, cintas de una sola cara y un solo borde,
la presión se inicia en el exterior pero se desliza, sin apenas percibirlo, al
interior.
De la presión externa uno siempre
puede huir, dejar su trabajo, cambiar de equipo o alejarse del familiar que no
deja de intimidarle. Pero ¿cómo huir de sí mismo, de ese deseo construido a
partir del deseo del otro? ¿Cómo liberarse de la devoción, asumida, de millones
de espectadores que esperan que su ídolo no falle el penalti? O simplemente
¿cómo no decepcionar a tus padres que te pagaron el carné de conducir o el máster?
La presión se
percibe siempre como un desafío individual. Es cada uno - aunque el deporte o
el equipo de trabajo sean colectivos- quien debe responsabilizarse de obtener
la meta propuesta. De allí que el grupo se presente muchas veces como un
refugio para los que no soportan la presión.
Aguantarla depende
de factores externos (magnitud, duración) pero sobre todo depende del grado de
decepción que uno puede soportar en relación a lo que el otro espera de él.
Aquellos que, ya precozmente, se han orientado en la vida tratando de complacer
al otro son por ello los más vulnerables. Satisfacer a ese otro que han ido modelando
puede resultar extenuante. Y como señala Agassi, eso no excluye el recurso a la
rebeldía inconsciente (esa “oscura y secreta pasión”) que puede provocar el
fracaso de lo buscado.
Por un lado el
sujeto trata de obtener el éxito y cumplir así las expectativas. Por otro se
rebela en su interior y hace fracasar, inconscientemente, su meta para, de esta
manera, no verse completamente alienado al otro. En parte es pues un fracaso de
su autoestima, pero a la vez un triunfo del sujeto, que se resiste así a ser un
mero instrumento de la satisfacción del otro.
Quizás por ello una
buena fórmula, para soportarla mejor, es aceptar que un cierto fracaso no tiene
nada de patológico. Al contrario, es lo que permite renovar el deseo de
continuar en el partido de la vida.