La Vanguardia. Cultura(s) | Sábado, 12 de
marzo 2016
Una
tragedia del deseo
José R.
Ubieto
Resumamos la obra: el rey de Dinamarca, padre de Hamlet, ha
sido asesinado por su hermano Claudio, que consigue así acceder al trono y casarse
con Gertrudis, madre de Hamlet. El espectro del rey muerto se le aparece al
hijo y le encarga que vengue su muerte. Hamlet regaña a su madre por casarse
con Claudio, y traicionar así a su padre, mientras idea estrategias para
desenmascararlo. El tío, advertido, lo envía a Inglaterra con ánimo de
deshacerse de él pero Hamlet sobrevive y vuelve a palacio. Allí conoce la
muerte de su amada Ofelia y se encuentra con Laertes, ansioso de vengar las
muertes de su padre, Polonio, y su hermana Ofelia. Se prepara un duelo entre ambos
y los dos mueren, pero antes Hamlet mata a su tío Claudio.
¿Hamlet: héroe contemporáneo?
El texto de presentación de la reciente versión de Hamlet,
dirigida por Pau Carrió en el Teatre Lliure, se pregunta por la cobardía contemporánea
ante los abusos, la violencia o la corrupción. Nos sitúa a todos como potenciales
Hamlets. Y no le falta razón porque nosotros como él, y a diferencia de Edipo
que actúa como héroe precisamente por su no saber, sabemos demasiado.
O mejor dicho, no
queremos saber que todos esos abusos no hacen sino velar que no hay padre ni
ninguna otra figura protectora que nos ahorre el encuentro con nuestra propia
falta, nuestras limitaciones y nuestros fantasmas. La materia de la que estamos
hechos los humanos es frágil y el sueño de evitar ese vacío nos conduce a la
servidumbre voluntaria y a sostener a figuras que, como el Claudio de la
tragedia, encarnan el abuso de poder.
Hamlet se detiene
ante su acto no por miedo, sino porque sabe que a quien tiene que castigar no
es al ser despreciable de su tío usurpador, si no a Claudio en tanto hombre que
encarna mejor que nadie la potencia fálica. Alguien que no se siente sometido a
ninguna regla y se burla de los límites, tan propios de la condición humana.
Para salir de ese atolladero y recuperar nuestro deseo hay que
sacrificar, como nos muestra Shakespeare, nuestro narcisismo
individualista. El golpe mortal sólo hiere al rey después de atravesar
mortalmente a Hamlet. Ese es el desafío actual de esta tragedia: no intentar atrapar
nuestro deseo en los objetos de consumo ni en las figuras del exceso, llenas
hasta reventar. Se trata más bien de hacer el duelo por esa supuesta garantía y
seguridad que ningún fundamentalismo religioso (de un signo u otro) ni ningún
espejismo consumista pueden ya ofrecernos. En su lugar, mejor inventar nuevas
formas colectivas de convivencia.
Podemos dejar ir al fantasma del padre -prescindir del
patriarcado- y que descanse en paz. Pero a cambio tendremos que aceptar alguna
pérdida narcisista que mantenga vivo nuestro deseo.
Patologías actuales del deseo
“To be, or not to
be”, ese es el dilema para Hamlet. Todo le empuja, por su condición de noble
príncipe heredero del trono, a vengar al padre vilmente asesinado pero por
algún motivo no puede hacerlo, sumido como está en la duda y el desánimo. El
deseo, el mejor antidepresivo conocido, no le sirve de brújula porque parece
haberlo perdido. Lacan ya definió Hamlet como una tragedia del deseo y este
dilema del ser o no ser (deseo vs
impotencia) sigue de plena actualidad. Por ello analizar el personaje
shakesperiano va más allá de un ejercicio de arqueología. Nos enseña sobre las
patologías actuales del deseo.
Una primera figura clave es la reina Gertrudis, cuyo
deseo aparece opaco a los ojos de su hijo. No sabe muy bien qué quiere esa
madre y eso lo deja en un cierto desamparo. Hamlet pronto capta este deseo de
la “mujer” Gertrudis, al ver cómo, a la muerte del padre, su madre necesita
cubrir rápidamente ese vacío: “Economía, economía, Horacio. Los manjares del funeral todavía no se enfriaban
cuando se utilizaron para el banquete de la boda.”
Gertrudis se presenta como una mujer que evita a toda
costa el duelo por el esposo muerto (“a rey muerto, rey puesto”) y obstaculiza así
la emergencia del deseo. Para que el deseo viva algo debe faltar, ya que es justo
de lo que no tenemos que se alimenta. Digamos que ésta madre no se lo puso
fácil. Elegir a Claudio rápidamente, como nuevo partenaire, hace que el deseo
aparezca sustituido por el goce carnal. Hamlet se lo reprocha diciéndole que de
esta manera ha ofendido el nombre de su esposo muerto privilegiando la
satisfacción del cuerpo. Este hecho confronta al príncipe danés con la pregunta
sobre cómo restituir esa dignidad mancillada.
Para Hamlet la respuesta inicial pasa por la postergación
de ese acto al que todo le empuja: “Y,
sin embargo, yo insensible y torpe, me quedo hecho un Juan Lanas, indiferente a
mi propia causa y no sé qué decir; …¿seré un cobarde?”.
Hay aquí una disyunción entre su deseo de venganza y su
voluntad, que trae como consecuencia la imposibilidad del acto. Queda a la espera,
suspendido del tiempo del Otro. Sin poder decidir ni reencontrarse con su
deseo, que le orientaría en su tarea vengativa y que le permitiría también, en
tanto hombre, acceder a una mujer como la joven Ofelia, a la que ama e idealiza.
Justo al salir de la revelación del Ghost paterno, que le explica la verdad del crimen familiar, se
produce en él un sentimiento de extrañamiento, acompañado de fenómenos de
despersonalización. Ofelia lo describe con precisión ante su padre Polonio. “Señor, estaba cosiendo en mi aposento,
cuando el príncipe Hamlet se presentó ante mí, con el jubón todo desceñido,
descubierta la cabeza, sucias las medias, pálido como su camisa y con tan
doliente expresión en su semblante como si se hubiera escapado del infierno
para contar horrores”
Hamlet, conmocionado, no puede ya mantener su
idealización del objeto amoroso y surge entonces un rechazo feroz. Ofelia pasa
de objeto de deseo a encarnación del goce más abyecto: “¡A un convento! ¡Vete!. ¡Adiós!. Y si has de casarte, hazlo con un
necio, pues de sobra saben los discretos en qué clase de monstruos los
convertís… ¡A un convento! ¡Rápido!. Adiós” -le grita Hamlet furioso.
Situado en este impasse, sin poder vengar al padre y sin
poder amar ¿qué debe perder, pues, para encontrar su deseo y actuar en
consecuencia? Señalemos para responder, tal como hace Lacan, dos tiempos del
sacrificio.
En primer lugar tenemos la escena del cementerio, en el
entierro de Ofelia. Es ésta la primera vez que Hamlet se encuentra íntegramente
con su deseo y exclama furioso: “¡Aquí
está Hamlet el danés!”. Salta dentro de la fosa forcejeando con Laertes y gritando
que luchará para defender a su amada hasta la muerte. Hamlet se revela ahora
como hombre de acción, dispuesto a todo. El precio de esta voluntad, ahora sí recobrada
y decidida, es Ofelia, su primer objeto narcisista sacrificado. Muerta,
demuestra ser un objeto precioso y tener un valor agalmático que viva no tenía.
Su pérdida es causa, al tiempo, del dolor y del deseo.
¿Pero qué es lo que le permite rectificar esa cobardía y
asumir el acto postergado, que le dará acceso al deseo? Hamlet encuentra sus
fuerzas en la identificación a otro. Es el lloro de Laertes, signo de su pérdida
y privación, lo que le empuja a actuar y le autoriza a sacar a la luz pública
ese deseo, hasta entonces suspendido. Será necesario, por tanto, que haya una
pérdida real: la desaparición del objeto Ofelia. Eso hace visible su condición
de sujeto deseante, el que no tiene.
El duelo final será, pues, el segundo tiempo de esta
lógica. Ve a Laertes apasionado y él mismo se apasiona y asume por fin su deseo,
identificándose a esa imagen de sí que encuentra en el hermano de Ofelia: “Voy a ser tu estuche, donde cobrará tu
aliento un nuevo brillo” le dice.
El desenlace del duelo
muestra como Hamlet, herido de muerte, realiza por fin su acto. La función del
duelo, en el doble sentido de la pérdida y de la lucha, se revela como la clave
para hacer advenir la potencia del deseo. Ese vacío, que le deja la muerte de
Ofelia, es lo que le permite alojar su deseo, hasta entonces extraviado.