martes, 15 de marzo de 2016

Dossier: Psicoanálisis de Hamlet. Una tragedia del deseo



La Vanguardia. Cultura(s) | Sábado, 12 de marzo 2016



Una tragedia del deseo
José R. Ubieto

Resumamos la obra: el rey de Dinamarca, padre de Hamlet, ha sido asesinado por su hermano Claudio, que consigue así acceder al trono y casarse con Gertrudis, madre de Hamlet. El espectro del rey muerto se le aparece al hijo y le encarga que vengue su muerte. Hamlet regaña a su madre por casarse con Claudio, y traicionar así a su padre, mientras idea estrategias para desenmascararlo. El tío, advertido, lo envía a Inglaterra con ánimo de deshacerse de él pero Hamlet sobrevive y vuelve a palacio. Allí conoce la muerte de su amada Ofelia y se encuentra con Laertes, ansioso de vengar las muertes de su padre, Polonio, y su hermana Ofelia. Se prepara un duelo entre ambos y los dos mueren, pero antes Hamlet mata a su tío Claudio.

¿Hamlet: héroe contemporáneo?
El texto de presentación de la reciente versión de Hamlet, dirigida por Pau Carrió en el Teatre Lliure, se pregunta por la cobardía contemporánea ante los abusos, la violencia o la corrupción. Nos sitúa a todos como potenciales Hamlets. Y no le falta razón porque nosotros como él, y a diferencia de Edipo que actúa como héroe precisamente por su no saber, sabemos demasiado.

O mejor dicho, no queremos saber que todos esos abusos no hacen sino velar que no hay padre ni ninguna otra figura protectora que nos ahorre el encuentro con nuestra propia falta, nuestras limitaciones y nuestros fantasmas. La materia de la que estamos hechos los humanos es frágil y el sueño de evitar ese vacío nos conduce a la servidumbre voluntaria y a sostener a figuras que, como el Claudio de la tragedia, encarnan el abuso de poder.

Hamlet se detiene ante su acto no por miedo, sino porque sabe que a quien tiene que castigar no es al ser despreciable de su tío usurpador, si no a Claudio en tanto hombre que encarna mejor que nadie la potencia fálica. Alguien que no se siente sometido a ninguna regla y se burla de los límites, tan propios de la condición humana.

Hoy los objetos de consumo nos proporcionan la coartada de la potencia, son ellos que nos hacen ilusoriamente poderosos. Y nos llevan a idolatrar a los personajes de la corrupción, que mejor que nadie gozan con ellos y los exhiben sin pudor. Nos escandalizamos de su voracidad y amoralidad, nos lamentamos de que algo huele mal en nuestra sociedad. Pero al tiempo, como le sucede a Hamlet, nos resistimos a asestarles el golpe mortal porque en el fondo nos asusta derrocar a ese ídolo que parece asegurarnos la potencia. En su goce presente creemos ver el porvenir del nuestro.

Para salir de ese atolladero y recuperar nuestro deseo hay que sacrificar, como nos muestra Shakespeare, nuestro narcisismo individualista. El golpe mortal sólo hiere al rey después de atravesar mortalmente a Hamlet. Ese es el desafío actual de esta tragedia: no intentar atrapar nuestro deseo en los objetos de consumo ni en las figuras del exceso, llenas hasta reventar. Se trata más bien de hacer el duelo por esa supuesta garantía y seguridad que ningún fundamentalismo religioso (de un signo u otro) ni ningún espejismo consumista pueden ya ofrecernos. En su lugar, mejor inventar nuevas formas colectivas de convivencia.

Podemos dejar ir al fantasma del padre -prescindir del patriarcado- y que descanse en paz. Pero a cambio tendremos que aceptar alguna pérdida narcisista que mantenga vivo nuestro deseo.

Patologías actuales del deseo
 “To be, or not to be”, ese es el dilema para Hamlet. Todo le empuja, por su condición de noble príncipe heredero del trono, a vengar al padre vilmente asesinado pero por algún motivo no puede hacerlo, sumido como está en la duda y el desánimo. El deseo, el mejor antidepresivo conocido, no le sirve de brújula porque parece haberlo perdido. Lacan ya definió Hamlet como una tragedia del deseo y este dilema del ser o no ser (deseo vs impotencia) sigue de plena actualidad. Por ello analizar el personaje shakesperiano va más allá de un ejercicio de arqueología. Nos enseña sobre las patologías actuales del deseo.
Una primera figura clave es la reina Gertrudis, cuyo deseo aparece opaco a los ojos de su hijo. No sabe muy bien qué quiere esa madre y eso lo deja en un cierto desamparo. Hamlet pronto capta este deseo de la “mujer” Gertrudis, al ver cómo, a la muerte del padre, su madre necesita cubrir rápidamente ese vacío: Economía, economía, Horacio. Los manjares del funeral todavía no se enfriaban cuando se utilizaron para el banquete de la boda.”
Gertrudis se presenta como una mujer que evita a toda costa el duelo por el esposo muerto (“a rey muerto, rey puesto”) y obstaculiza así la emergencia del deseo. Para que el deseo viva algo debe faltar, ya que es justo de lo que no tenemos que se alimenta. Digamos que ésta madre no se lo puso fácil. Elegir a Claudio rápidamente, como nuevo partenaire, hace que el deseo aparezca sustituido por el goce carnal. Hamlet se lo reprocha diciéndole que de esta manera ha ofendido el nombre de su esposo muerto privilegiando la satisfacción del cuerpo. Este hecho confronta al príncipe danés con la pregunta sobre cómo restituir esa dignidad mancillada.
Para Hamlet la respuesta inicial pasa por la postergación de ese acto al que todo le empuja: “Y, sin embargo, yo insensible y torpe, me quedo hecho un Juan Lanas, indiferente a mi propia causa y no sé qué decir; …¿seré un cobarde?”.
Hay aquí una disyunción entre su deseo de venganza y su voluntad, que trae como consecuencia la imposibilidad del acto. Queda a la espera, suspendido del tiempo del Otro. Sin poder decidir ni reencontrarse con su deseo, que le orientaría en su tarea vengativa y que le permitiría también, en tanto hombre, acceder a una mujer como la joven Ofelia, a la que ama e idealiza.
Justo al salir de la revelación del Ghost paterno, que le explica la verdad del crimen familiar, se produce en él un sentimiento de extrañamiento, acompañado de fenómenos de despersonalización. Ofelia lo describe con precisión ante su padre Polonio. “Señor, estaba cosiendo en mi aposento, cuando el príncipe Hamlet se presentó ante mí, con el jubón todo desceñido, descubierta la cabeza, sucias las medias, pálido como su camisa y con tan doliente expresión en su semblante como si se hubiera escapado del infierno para contar horrores”
Hamlet, conmocionado, no puede ya mantener su idealización del objeto amoroso y surge entonces un rechazo feroz. Ofelia pasa de objeto de deseo a encarnación del goce más abyecto: “¡A un convento! ¡Vete!. ¡Adiós!. Y si has de casarte, hazlo con un necio, pues de sobra saben los discretos en qué clase de monstruos los convertís… ¡A un convento! ¡Rápido!. Adiós” -le grita Hamlet furioso.
Situado en este impasse, sin poder vengar al padre y sin poder amar ¿qué debe perder, pues, para encontrar su deseo y actuar en consecuencia? Señalemos para responder, tal como hace Lacan, dos tiempos del sacrificio.
En primer lugar tenemos la escena del cementerio, en el entierro de Ofelia. Es ésta la primera vez que Hamlet se encuentra íntegramente con su deseo y exclama furioso: “¡Aquí está Hamlet el danés!”. Salta dentro de la fosa forcejeando con Laertes y gritando que luchará para defender a su amada hasta la muerte. Hamlet se revela ahora como hombre de acción, dispuesto a todo. El precio de esta voluntad, ahora sí recobrada y decidida, es Ofelia, su primer objeto narcisista sacrificado. Muerta, demuestra ser un objeto precioso y tener un valor agalmático que viva no tenía. Su pérdida es causa, al tiempo, del dolor y del deseo.
¿Pero qué es lo que le permite rectificar esa cobardía y asumir el acto postergado, que le dará acceso al deseo? Hamlet encuentra sus fuerzas en la identificación a otro. Es el lloro de Laertes, signo de su pérdida y privación, lo que le empuja a actuar y le autoriza a sacar a la luz pública ese deseo, hasta entonces suspendido. Será necesario, por tanto, que haya una pérdida real: la desaparición del objeto Ofelia. Eso hace visible su condición de sujeto deseante, el que no tiene.
El duelo final será, pues, el segundo tiempo de esta lógica. Ve a Laertes apasionado y él mismo se apasiona y asume por fin su deseo, identificándose a esa imagen de sí que encuentra en el hermano de Ofelia: “Voy a ser tu estuche, donde cobrará tu aliento un nuevo brillo” le dice.
El desenlace del duelo muestra como Hamlet, herido de muerte, realiza por fin su acto. La función del duelo, en el doble sentido de la pérdida y de la lucha, se revela como la clave para hacer advenir la potencia del deseo. Ese vacío, que le deja la muerte de Ofelia, es lo que le permite alojar su deseo, hasta entonces extraviado.