La Vanguardia. Tendencias, domingo 7 de febrero de 2016
“Le explicaré algo
que nunca dije antes. Durante 4 años fui acosado en el instituto y no se lo
conté a nadie. Me daba vergüenza que pensaran que yo no podía defenderme”. Esta
confesión la realiza un paciente
veinte años mas tarde rememorando la escena de humillación sufrida. Al igual
que ocurre con muchas víctimas de abuso sexual o de maltratos, el peso del
secreto se ha instaurado durante décadas dejando huellas indelebles.
Hace falta
que alguien tome la delantera y lo denuncie para que otros se sumen a esa
declaración pública. Lo hemos visto en numerosos casos recientes de abusos
sexuales o de acoso escolar.
Rebelarse, sobre todo
si el abuso se produce en un círculo cercano (en el seno de la misma familia o
en la escuela), no es fácil. Cuando la violencia irrumpe en sus vidas, en una
etapa infantil o adolescente, lo hace de manera traumática sin que ellos puedan
explicarse eso que les está pasando. Lo sufren inicialmente como un sinsentido,
algo inexplicable y por ello traumático. Quedan entonces mudos y ese silencio a
veces estalla de manera ruidosa en un paso al acto suicida, como ocurre en
algunos casos de bullying.
¿Cómo explicar
entonces ese silencio? Una primera razón, que ellos mismos nos ofrecen, es su
temor a ser represaliados, temor comprensible ya que una de las características
de la violencia es la desproporción entre agresores y víctimas. Pero sin duda
hay otras razones más poderosas y en general más opacas y desconocidas para las
propias víctimas. Cada sujeto parece quedar atrapado en un punto de su historia
que le bloquea y le impide una respuesta.
Ser humillado o
abusado implica ocupar en la escena el lugar del objeto, aquel que satisface la
voluntad de goce del otro, sexual o sádico. Su subjetividad queda así anulada,
borrada en esa función de instrumento del goce del verdugo. Lo pueden insultar,
golpear, ningunear, manosear, dejar de lado finalmente como un desecho, un
objeto sin valor. Ese vínculo, ocasional cuando el sujeto se rebela, puede
perpetuarse si queda paralizado por un sentimiento de culpabilidad que le hace creer
que ėl puede merecer ese trato.
La vergüenza que le surge
es un indicio de que algo íntimo, esa culpa inconsciente, le impide responder.
Inconsciente porque él sabe que esa inhibición del acto de protesta lo sume en
un drama del que le gustaría salir pero no puede. Muchas víctimas de abuso
sexual, niños o adolescentes, nos confiesan que no lo denunciaron porque se
sentían culpables. De provocar una ruptura conyugal, de no cumplir las
expectativas paternas, de dejarse hacer o simplemente culpables de existir.
Separarse de ese
sentimiento, de esa vergüenza o de esa autodesvalorización es una tarea
compleja y lenta. La invisibilidad y el silencio les procura una aparente calma
que solo se rompe cuando encuentran fórmulas, muchas veces con ayuda, para
explicarse eso que les pasó. Pueden, entonces, elegir hablar.