martes, 27 de octubre de 2015

¿Una sociedad paranoica?



José Ramón Ubieto. Psicoanalista

Las muertes recientes de niños estadounidenses por arma de fuego a manos de otros niños nos interrogan sobre sus causas. Sobre todo si tenemos en cuenta que no se trata de casos aislados. Casi 30.000 norteamericanos mueren al año por el uso de armas de fuego y 559 de once años o menos han resultado muertos o heridos en este 2015.

La mayoría de estas muertes no son accidentes –hay una intencionalidad clara del agresor- y ocurren en recintos escolares. Otra característica común es que los progenitores de estos menores son los que les han facilitado las armas y en muchas ocasiones los han entrenado y aleccionado para usarlas. Las prácticas de tiro los fines de semana son un rito en muchas de estas familias.

La épica de la conquista americana hizo de lo militar virtud cívica. Cada uno debe responder de él mismo y de los suyos frente a la siempre permanente amenaza externa. La posesión de armas está pues en la raíz misma de la creación y sostenimiento de esa sociedad.

La paranoia se constituye así como fundamento del lazo social. La madre de Chris Harper-Mercer, el joven que dejó nueve muertos en el campus de Roseburg (Oregón) antes de quitarse la vida, no dudo en amenazar por las redes en estos términos: “Mantengo la pistola y los rifles cargados. Nadie vendrá a mi casa sin invitación si tiene esta información”. Enfermera de profesión disponía de un arsenal en casa con el que su hijo perpetró la masacre.

Esta apelación a la autodefensa es correlativa de una transformación social profunda en la que las figuras clásicas de la autoridad (padre, maestro, cura, gobernante) se van eclipsando en favor de una horizontalidad. Ahora, que ya nadie tiene el monopolio de la violencia (ese Estado que los neocones rechazan como opresor), todos pueden ser víctimas del otro, incluso del vecino. Eso les obliga a permanecer alerta, vigilar y defenderse con todos los medios disponibles.

El psicoanalista Jacques Lacan, en su conocida teoría del estadio del espejo, mostró como la primera imagen que nos hacemos de nosotros mismos es a costa de arrebatársela al otro, sea nuestro reflejo en el espejo (identificado como otro) o el compañero de juegos infantiles. Ese hecho configura ya ese lazo social, en la primera etapa de la escolarización, en base al temor y la hostilidad de ese rival original. Hoy tenemos datos suficientes para entender como esa paranoia puede alcanzar socialmente formas de racismo y xenofobia extremas. El otro extranjero es percibido como el personaje hostil que nos quiere robar o perjudicar.

Desde hace un tiempo constatamos el interés creciente de los adolescentes de nuestro país por todo tipo de artes marciales y boxeo. Lo explican como una manera de practicar un  deporte y procurarse esa autodefensa frente a situaciones de violencia que pueden darse en el ámbito educativo o en la calle. La orfandad en la que muchos se sienten cuando inician la secundaria les anima para ello. Aquí el temor se focaliza en los iguales, los compañeros que pueden acosarles en la escuela o en la discoteca, golpearles o robarles el móvil o la ropa.

Más que criminalizar estas prácticas hay que confiar en que, formalizadas en base a reglas de juego, permitirán dar un destino menos individualista y más cooperativo a una agresividad ineliminable, ya que es constitutiva del sujeto humano. En cualquier caso, una salida menos dramática que el recurso a las armas.