lunes, 1 de septiembre de 2014

El declive del padre







Lacan ya en 1938 (Los complejos familiares) anticipaba la tesis del declive de la imago social del padre. Declive que suponía el inicio de un cambio de paradigma que ha ido consolidándose décadas después hasta poner en cuestión el régimen patriarcal. Claro que alguien dirá que ese régimen todavía tiene fuelle e incluso que en algunos lugares cobra más fuerza que nunca. No le falta razón porque precisamente cuando el péndulo se inclina para un lado resurgen, reactivamente y con fuerza, los nostálgicos de ese añorado pasado.

Los problemas cotidianos de muchos docentes y padres en su tarea de educar nos muestran como el final del régimen del padre comporta desorientación, perplejidad e inquietud. Parecía que la ciencia, en su alianza con la tecnología, iba a aliviarnos de estas incertidumbres pero lo cierto es que la educación sigue siendo una tarea imposible en el sentido que Kant y Freud dieron a esta tesis: no hay el manual perfecto ni el uso correcto. 

Por muy leído e instruido que uno sea siempre queda un resto ineducable para el que hay que inventar nuevas formulas. Sobre todo ahora que ya no sirve eso de “lo haces porque lo digo yo, que para eso soy tu padre” y la receta contemporánea de la medicalización no parece una alternativa muy conveniente.

Malos tiempos, pues, para los creyentes del padre, aquellos que lo instituyeron como fundamento de la familia, la vida social y por supuesto la patria. El padre ahora está desnudo y se le ven los pecados. No hay que escandalizarse demasiado, siempre fue así pero la “solución” patriarcal implicaba precisamente un no querer saber nada de esas faltas. Un esfuerzo colectivo por velar lo impúdico y cuando hacía falta, silenciar a las rebeldes, las que desafiaban o ponían en apuros la potencia del padre.

Sostener al padre exigía silencio, discreción, ocultamientos. Exigía –de allí el amplio consentimiento colectivo en esa operación- velar sus faltas para no encontrarnos de cara con el horror de un padre desfalleciente o de un padre que contradecía los ideales que encarnaba mostrando sus excesos.

Ese mundo de ayer ya no volverá y por eso algunos insignes representantes abdican de sus funciones anticipándose a un final peor.  Ello supondrá para muchos, en realidad para todos y cada uno –de manera diferente por supuesto-  un duelo por los ideales mancillados y sobre todo porque a partir de allí cada uno está hoy un poco más huérfano. En realidad nada que no pueda asimilarse si bien al precio de generar algún síntoma como ya estamos viendo. 

Quizás el más evidente es que al lanzar al padre –como ocurre en el dicho del agua del bebe- lancemos también la función de regulación que lleva implícito el uso de esa función. Algo de eso pasa cuando  el rechazo a cualquier diferencia impide poner en marcha proyectos y organizar movimientos que se autodestruyen en su espontaneidad, entendida como el antídoto para esas fallas paternas. La paradoja es que por derrocar al amo terminemos multiplicando los amos individuales.

Hay un presente y un futuro más allá del padre que no nos ahorra –más bien al contrario- la responsabilidad individual y colectiva. Nos deja el derecho y sobre todo el deber de decidir sabiendo los riesgos que eso implica y no olvidando las causas particulares que nos mueven.  Huérfanos sabedores de esas tareas imposibles que Freud señalaba: gobernar, curar y educar, pero no impotentes ni resignados.