lunes, 26 de noviembre de 2012

La angustia de las influencias. El joven Van Dyck en el Prado



LA VANGUARDIA, Cultura / 17 de noviembre de 2012


José Ramón Ubieto

Todo creador afronta, en sus inicios especialmente, el temor de la falta de originalidad. ¿Cómo pintar después de Rubens o escribir después de Borges o tocar el celo después de Pau Casals? La figura del padre artístico se proyecta sobre cada nuevo autor provocando lo que el crítico Harold Bloom nombró, en los años 70, como el síndrome de la angustia de las influencias en un famoso libro de igual título.

A menudo escuchamos a algunos creadores que se resisten a conocer a sus antecesores para de esta manera evitar su influencia. Tarea vana ya que las influencias, cuando se trata de grandes creadores, impregnan -a menudo sin ser conscientes de ello- nuestro entorno cultural. Bloom concluye que todo nuevo autor está condenado, en su crítica o en su versión alternativa, a interpretar al antecesor. Y en esa interpretación reside su diferencia.

Jacques Lacan, al referirse al padre -si bien en otro contexto- decía que se puede prescindir del padre a condición de servirse de él. Es decir que mantener la idea de una originalidad ex.nihilo, de una creación sin deuda no deja de ser una ilusión del yo.  Más vale pensar que para ser un auctor (aquel que crea e inventa) hay que pasar por el padre, “usar” su herencia y transformar, por las vías particulares que uno encuentra, los materiales recibidos. Es en la repetición donde surge la diferencia que hace a la obra propia.

Matar al padre implica asumir la falta de una originalidad absoluta, aquella que no debería nada a las generaciones precedentes y al tiempo arriesgar una versión propia que es siempre sin garantías, sin esa protección paterna que validaría cada avance. El artista está solo frente a su obra pero es una soledad con otros artistas, contemporáneos o precedentes. Ni siquiera el aislamiento, a veces buscado por algunos para evitar la “contaminación” artística, sostiene esa ilusión mítica del único.